"Tres días en el Amazonas"

Estamos acostumbrados a vivir entre la multitud, el ruido, la rutina y el tiempo. El tiempo se apodera de nuestro día a día, y, sin embargo, es hasta que nos aislamos de esta muchedumbre que nos damos cuenta que nada es completamente importante y que hay tanto por ver y conocer fuera de una simple ciudad; salirte un ratito y viajar a un lugar en donde el tiempo no
existe. Este sentimiento de respirar aire fresco y liberar mis pensamientos, lo viví por primera vez hace unos años cuando me fui un mes a la selva a Costa Rica y hace unos meses, emprendí otro viaje a la selva, pero esta vez: al Amazonas.

Claro, lo primero que pensé al comprar mi vuelo a Iquitos, fue en la película “Anaconda” y lo siguiente que hice fue ver el documental “Los 72 animales más peligrosos de Latinoamérica” en donde por supuesto, el 95% habitan en el Amazonas.

No sé qué estaba pensando en ese momento, solo sé que así iba a ir un poco más consciente de todos los animales e insectos con los que iba a estar compartiendo tres días de mi vida. Aunque mi mamá no estaba muy
emocionada sobre mi viaje y aunque mucha gente me había pedido señales de vida a mi regreso (ya que no había señal allá), era una emoción constante con solo pensar que iba a estar viviendo unos días en la selva. En medio de la nada. A unos pasos del Río Amazonas.

Fue un viaje de amigas. Primero viajamos por Perú y finalizamos la aventura en el río más largo del mundo.

Volamos de Lima a Iquitos, una ciudad de Perú que funciona como entrada al Amazonas. El personal de “Maniti Expeditions” (operador turístico con el que habíamos contratado el viaje), nos recogió en el aeropuerto para llevarnos al puerto. El camino al puerto fue toda una aventura. Desde subirnos a una banqueta, poncharse una llanta y poner nuestras vidas en manos de un chofer de cómo unos ochenta años que no escuchaba y lo peor de todo, no veía. Lo primero que nos dijeron al llegar al puerto, fue que nos pusiéramos nuestra mochila al frente y que no nos separemos. Todo esto, mientras subían siete maletas de 20 kilos cada una, a una lancha de madera que nos llevaría 2 horas por el Río Amazonas a nuestros bungalós en medio de la selva. Mientras esperábamos a que subieran todo, nos rodeaban puestitos de fruta, la pesca del día, gusanos asados entre otras cosas extrañas que no quisimos preguntar qué era.

En la lancha conocimos a nuestro guía del viaje: Edwin.

Un hombre delgado, probablemente de cómo unos sesenta años de edad, un poco alto, tez morena, ojos color escarabajo, una sonrisa que elevaba sus mejillas y producía arrugas alrededor de sus ojos y una voz narrativa; la cual nos venía contando que en la selva no se usaba farmacia, la farmacia es la naturaleza. Se estacionó la lancha y caminamos alrededor de cinco minutos entre lodo, árboles gigantes y mosquitos para llegar a nuestra casa de tres días. Desde que puse pie fuera del bote, sabía que estaba en donde tenía que estar, pero, sobre todo, sabía que me iba a costar regresarme a Monterrey. Eran alrededor de doce bungalós con cama y baño, un comedor principal y otro en donde colgaban muchas hamacas. Había muchos extranjeros y estábamos rodeadas de la selva tropical más grande del mundo. En ese lugar y en ese momento, aunque no lo sabíamos, éramos vulnerables.

Fueron muchos los tours que hicimos en estos días. Caminatas por la selva de día y noche, ir a pescar pirañas, ver anacondas entre otros réptiles y animales como perezosos, ir a comunidades indígenas y lo mejor todo, ver el amanecer y el atardecer desde el río. Cielos de todos colores que parecían una pintura.

La primera caminata fue en nuestra primera noche.

Nos prestaron unas botas de agua, linternas para la cabeza, nos pidieron ir de pies a cabeza completamente cubiertas y lo más importante: nunca tocar nada. Fue una hora de incertidumbre. De ir caminando en la oscuridad entre telarañas, mosquitos que llegaban de pronto como agujas y atravesaban el pantalón y estar rodeadas de árboles en donde subían y bajaban hormigas bala. Sin embargo, todo eso se nos olvidaba al observar a milímetros de nosotras insectos y animales como viudas negras o el tren de la selva, un ciempiés negro el cual pudimos tocar. Incluso al día siguiente en la mañana tuvimos la fortuna de cargar una de las ranas más venenosas; según Edwin, mientras que no tocáramos la parte de arriba, nos mantendríamos con vida. Desde un inicio, le tuvimos confianza a Edwin, hasta para ponernos a jugar con un palito con la viuda negra.

Tuvimos otra caminata de día en donde pudimos conocer más a fondo sobre la selva.

Desde raíces medicinales, semillas comestibles, árboles enormes en donde sus troncos funcionaban para crear el ruido de mil tambores juntos y pedir rescate, así como algunos insectos y animales. Caminamos por pantanos de lodo y agua que nos llegaban cerca de la rodilla. Nuestro aliado era un palo con el cual íbamos midiendo nuestros pasos. Visitamos comunidades
indígenas en donde la mascota de un niño era una anaconda bebé que había adoptado después de haber cazado a la mamá. También fuimos a un centro de rescate que era más como un centro turístico en donde tuvimos la oportunidad de intentar cargar una anaconda que tenía una cabeza más grande que la nuestra y una mañana nos fuimos a pescar pirañas las cuales
fueron nuestra comida.

Hablando de comida. Desayunábamos, comíamos y cenábamos delicioso.

No sé si era porque siempre teníamos hambre o porque simple y sencillamente todo estaba muy bien preparado. La comida y la cena por lo general era la pesca del día, arroz y algo de verdura. El desayuno era huevo y pan con mantequilla y mermelada que también sabía a gloria. Probablemente por estar en medio de la nada, lejos de poder comprar o comer lo que quisiéramos. Sin embargo, lo más codiciado y por lo que nos despertábamos más temprano o corríamos para ser las primeras en el comedor, eran los mangos. Era tanto nuestro afán por comer mangos, que un día nos prepararon una charola solo para nosotras las mexicanas.

Fueron tres días sin electricidad, baños con agua helada, estar sudadas día y noche, tomar agua que sabía a tierra, jugar cartas con linterna, acudir a sebo de anaconda para dolores musculares, pláticas profundas, no tener preocupación alguna y simplemente disfrutar el momento y convivir hasta con la araña que vivía en el rincón de nuestra regadera.

De regreso al puerto sentí un vacío.

Un hueco en mi ser de dejar la selva y regresar a la ciudad. Un sentimiento que frecuenta en mí cada vez que cruzo la frontera entre la ciudad y la naturaleza. Todos tenemos un happy place y el mío siempre será entre árboles, ríos, montañas y animales.

“Look deep into nature, and then you will understand everything better”
— Albert Einstein

Por: Evy Padilla Reiter
Instagram: @evypadillareiter
Facebook: Evy Padilla Reiter

Leave a comment

All comments are moderated before being published